Leyenda nº 9
La
Tragantía (Cazorla, Jaén)
Cuando
las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron los angostos puertos del
Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla
que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel
minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de
los cristianos.
Había
en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba
el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de
norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con
clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado
en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus
gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en
los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas
volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de
verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.
Bien
sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino.
Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y
fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y
viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas
almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos
y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un
rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de
despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.
El rey
de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado
por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más
seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el
empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el
reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos
días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus
devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a
todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales
como en un sueño.
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.
Cuando
el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera,
seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea
que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El
no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las
mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó
sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de
ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo
fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le
había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga
carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del
cadáver.
Lo
cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus
ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las
chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres
canciones a las eras.
En el
húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por
un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El
salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con
inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería
remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la
losa del suelo.
Las
tiniebla del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso
candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de
angustia cada vez que creía escuchar un ruido.
A la
zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego
su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado
de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un
chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera
el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir
debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de
tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor
de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos.
Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco
y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho.
Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en
serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas
entre silbos a los pilares que sostenían el techo.
Así fue
como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan
la Tragantía
canta con dulcísima voz:
Yo
soy la Tragantía
hija
del rey moro,
el
que me oiga cantar
no
verá la luz del día
ni
la noche de San Juan.
Si un
niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda
procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.
En una
torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que
nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de
larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla
ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una
solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.
Escrita
por Juan Eslava Galán