miércoles, 20 de febrero de 2013

VIOLETA MONREAL EN EL CEIP TUCCI





 Mañana es hoy , Violeta finalmente ha estado en el colegio.
Os dejo algunos de los momentos  del día de hoy.  :)  :)
Damos la bienvenida a Violeta con una muestra de los libros que tenemos en Bibliotucci de ella.Todo comenzó con un historia y un una cartulina 
La maleta de Violeta se abrió y comenzaron a salir multitud de sorpresas.
Todos intrigados...¿qué sacará?

 

 

Hora de las firmas.



Mañana Jueves 21 de Febrero Violeta Monreal visita nuestro colegio. El alumnado de Primer y Segundo Ciclo se entrevistará con ella , hablará de sus libros , contará historias y estoy segura que Violeta sorprenderá a todos , niños y adultos.
¿Por qué ?




Porque Violeta  es una excelente escritora de libros de literatura infantil y juvenil perooooo... acostumbra a viajar con una maleta maravillosa con multitud de papeles de colores, pequeños tesoros , abalorios...etc. Y con ellos dibuja y compone imágenes y escenarios increibles , donde recrea  sus historias.  




La particularidad de Violeta a la hora de ilustrar sus libros es que no utiliza  tijeras para cortar los papelitos ,son sus manos las que rasgan moldeando los ingeniosos personajes, las escenas, los paisajes ...una habilidad muy  especial de ella. 






Todos sus libros están ilustrados utilizando esa técnica creativa y muy pero que muy original.
En Bibliotucci tenemos la mayor parte de los libros de Violeta ,así que os invito a navegar en alguno de ellos.


           

       



No olvidar llevar vuestro libro para que  Violeta os lo firme.



martes, 19 de febrero de 2013

LA BIBLIOTECA UNA VENTANA ABIERTA






La biblioteca es un espacio mágico para la ciencia, la imaginación , para la investigación , para la aventura ...para compartir lecturas , para conocer para....tantísimas cosas.

Os dejo algunas ilustraciones del artista genovés  Andrea Musso, también es  ilustrador y acuarelista. 
La biblioteca ,una ventana abierta al mundo,una puerta abierta siempre a la lectura.











viernes, 15 de febrero de 2013

DOÑA MENCÍA LÓPEZ DE HARO


Leyenda Nº 1

      LA LEYENDA DE DOÑA MENCÍA LÓPEZ DE HARO (Martos)

La leyenda de Doña Mencía es una bonita historia sobre una de las muchas mujeres que jugaron un importante papel en la Reconquista y de la que se sabe muy poco.

Se puede decir que fue una mujer muy inteligente capaz de salvar una plaza tan importante como lo era Martos. Doña Mencía López de Haro, era hija de una noble familia de Vizcaya, nieta del rey Alfonso IX y casada con Don Álvar Pérez de Castro.

A Doña Mencía le tocó vivir en una época muy importante de nuestra historia, la que corresponde con la conquista por parte del rey Fernando III el Santo, de las tierras de Jaén que todavía pertenecían al Reino Nazarí de Granada.

En el año 1224, Martos pertenecía al reino de Baeza, cuyo rey era un musulmán aliado, tras un pacto que se hizo después de la victoria de Fernando III de la Batalla de las Navas de Tolosa en 1212. En este pacto, este rey musulmán se hizo amigo del rey Fernando y le cedió las plazas de Martos y Andujar porque estaban situadas en sitios muy importantes, para así poder continuar conquistando territorio a los moros.

En éstas estaban cuando el rey Aben Alhamar de Granada, que por cierto era de Arjona y ya había hecho tratos con Fernando III anteriormente, se enteró que el alcaide de Martos, que era Don Alvar Pérez de Castro, el esposo de Doña Mencía, estaba tratando unos asuntos con el rey en Toledo, y quiso conquistar de nuevo Martos porque a él le venía muy bien este territorio, además se enteró de que en Martos apenas había soldados para defenderlo porque el que se había quedado al mando se había ido con todos a luchar a otro sitio.
Imaginaos al rey Alhamar frotándose las manos cuando se enteró de que en Martos sólo había 40 hombres armados para defenderlo. Ya se veía él en su castillo de la peña cómodamente instalado. Con lo que él no contaba es que, quizá en Martos no había hombres, pero sí que había mujeres y muchas, a la cabeza de todas estaba la mujer del alcaide, Doña Mencía, que como bien dice el refrán:”Detrás de un gran hombre, hay una gran mujer”.

Pues a esta gran mujer, que por cierto sería muy lista pero era un poquito fea, cuando se vio rodeada de moros por todas partes y sin hombres que las defendieran, se le ocurrió la fantástica idea de vestir a todas las mujeres de hombres. Con los trajes de soldados de repuesto que tenían los hombres en los armarios, disfrazó a todas las mujeres de Martos y las colocó en todas las torres y en todas las almenas.
Cuando Alhamar vio desde lejos las murallas de la ciudad llenas de soldados se asustó, le echó una bronca monumental a su visir que le había dicho que no había hombres en la ciudad , dio media vuelta y salió corriendo como el perro que trepó la olla, como dicen en mi pueblo.

Así que, una vez más, las mujeres les han salvado el pellejo a los hombres. Aunque sean más conocidas las hazañas caballerescas de los hombres medievales, también hubo en esta época tan oscura y a la vez tan bonita de nuestra historia, mujeres inteligentes y valientes.







EL SANTO ROSTRO DE LA CATEDRAL


Leyenda Nº 2
 
 

          EL SANTO ROSTRO DE LA CATEDRAL DE JAÉN

La leyenda cuenta que el santo Rostro fue traída a Jaén por el primer obispo de Jaén, San Eufrasio, que tenía una villa, fuera de las murallas de Jaén y allí en una capilla tenía dos diablillos encerrados en una vasija de cristal, los cuales se pasaban el día discutiendo el uno con el otro. Un día mientras los demonios lo creían dormido, San Eufrasio se da cuenta que los demonios no están discutiendo, sino cuchicheando algo en voz baja, escuchando cómo se decían que hoy era el día en que Lucifer le iba a tender una trampa al Papa y que estaba a punto de cometer un gran pecado; el obispo, para intentar evitarlo, amenazó a los diablillos para que le contaran todos los detalles, y al final éstos entraron a negociaciones con San Eufrasio, de modo que si le ayudaban éste no le diría nada a Lucifer de que sus diablillos le habían delatado.
 A cambio del silencio y de darles todos los días las sobras de su comida a los diablillos, éstos le llevarían volando por los aires a Roma, a lo que el obispo accedió. Entonces uno de los demonios se transforma en una gran bestia alada y sus lomo voló hasta el Vaticano en brevísimo tiempo; una vez allí previno al Papa de su caída en el pecado, se trataba de una mujer bellísima enviada por el demonio que iba hipnotizando a todos los hombres a su paso y que caían a sus pies, incluido el Papa. 

San Eufrasio llegó hasta ésta mujer y le impuso una cruz en el hombro, y en ése momento la tierra se abrió y devolvió al demonio hecho mujer al averno. Así, remediado el problema, el Papa, muy agradecido, le devolvió el Santo Rostro; y volvió a Jaén con la preciada reliquia de nuevo a lomos del diablillo y luego el obispo empezó a cumplir su promesa de darle las sobras de sus cenas, que a partir de entonces decidió que consistirían en comer nueces, con lo que el diablillo sólo obtenía las cáscaras.

La tabla de la Santa Faz se encuentra colocada en un marco de plata con piedras preciosas engastadas, al igual que un icono oriental. A su vez este se custodia en un arca dorada.

Esta joya fue realizada por el platero cordobés José Francisco de Valderrama en 1731, a petición del obispo Rodrigo Marín Rubio. En ella se incluyeron 191 rubíes, 193 diamantes y 210 esmeraldas. En 1814, la duquesa de Montemar donó un lazo de brillantes que desapareció en la Guerra Civil, por lo que fue sustituida por otro, donado por la marquesa del Rincón de San Ildefonso, realizado por Félix Granda. En la parte posterior la tabla lleva una inscripción en latín alusiva al autor y a la fecha de realización. 

LOS ÁNGELES DE LA VIRGEN DE LAS ANGUSTIAS


Leyenda nº 3

LOS ÁNGELES DE LA VIRGEN DE LAS ANGUSTIAS

Una mañana del año 1667 llegó a Jaén un escultor llamado Antón acompañado de su esposa y dos pequeños hijos gemelos. Encontraron vivienda en una modesta casa de la Magdalena, pero los vecinos se extrañaban pues la mujer y los niños jamás salían a la calle.

 Antón comenzó a trabajar como escultor en las obras de la Catedral. Salía por las mañanas temprano y regresaba a casa a la noche. Tenía un carácter muy reservado y procuraba no mezclarse demasiado con la gente. 

Evitaba conversar con nadie y siempre caminaba en solitario por las calles menos transitadas. Nadie conocía nada acerca de su vida o su familia. Pero a pesar de ello, su trabajo con la piedra y la madera era exquisito y muy admirado, así que la demanda del mismo fue aumentando al igual que su fama.
Sin embargo, una noche desapareció con la familia sin dejar rastro. Los vecinos dijeron que habían escuchado fuertes gritos de gente en la casa, así como galopar de caballos y tropel de lucha. Algunos dijeron haber visto a Antón aquella noche corriendo desesperado hacia la puerta de Martos tras el rastro de una gran polvareda.
Un día, unos diez años después de aquellos hechos, volvió a verse a Antón por Jaén. El hombre tenía muy mal aspecto y había envejecido mucho más de lo normal para su edad. Mostraba claros signos de sufrimiento en su rostro.
Antón fue al convento de los Carmelitas Descalzos, donde se conservaban varias obras suyas, y pidió asilo a cambio de trabajo. El padre superior accedió, y se convirtió en la única persona con la que Antón cruzaba algunas palabras. Después de mucho tiempo y con gran paciencia, el superior logró que Antón relatara todo lo ocurrido.

El hombre contó que había sido hecho prisionero cuando prestaba servicio en un barco de guerra español y conducido a tierras africanas donde estuvo prisionero cuatro años. Cuando lo dejaron en libertad le dieron la opción de regresar a su tierra, pero él no contaba con medios económicos para hacerlo así que se puso a trabajar en casa de un rico musulmán. Allí conoció a la hermosa hija de éste y se enamoró de ella, siendo su amor a su vez correspondido. Pero por supuesto el padre no aprobaba dicha unión, por lo que ambos decidieron huir juntos de aquellas tierras. Así fue como llegaron a la Península. Primero se asentaron en Sevilla, donde nacieron sus dos hijos gemelos, y finalmente decidieron trasladarse a Jaén.

Decidieron guardar el secreto a todo el mundo y tratar de pasar totalmente desapercibidos por miedo a que su paradero llegara a oídos del padre de ella. Sin embargo, finalmente ocurrió lo temido y una noche se presentaron en la casa seis hombres armados y a caballo, los cuales, sin mediar palabra, le arrebataron a su esposa y sus dos hijos.
Antón no podía dejar de llorar recordando aquellos amargos momentos y las caras de dolor de su familia. Decía tener grabados en su mente los rostros contorsionados por la pena y las lágrimas de sus dos pequeños hijos. Había buscado a su familia hasta la extenuación, pero todo había sido en vano. El padre superior se quedó muy acongojado al conocer la triste historia y trató de darle todo su apoyo para ayudarlo a soportar el día a día.

Antón comenzó a trabajar en un precioso retablo para la Virgen de las Angustias, pero en sus ratos libres tallaba unos angelitos que lloraban amargamente con gran dolor. En aquellos rostros plasmó las imágenes de sus dos amados hijos en aquel triste momento en que fueron arrancados de su lado. Todos en el convento quedaron sorprendidos ante la belleza y realismo de la obra y los angelitos fueron colocados al pie de la imagen de Nuestra Señora.
Pero dos días después de bendecidos los angelitos, Antón volvió a desaparecer. Sólo dejó una nota sobre su cama dirigida al superior, en ella explicaba que no podía soportar el dolor que le causaba contemplar aquellos dos angelitos y por ello abandonaba Jaén para siempre. Nunca más se supo de él.

















NUESTRO PADRE JESÚS NAZARENO ''EL ABUELO''


Leyenda nº 5

NUESTRO PADRE JESÚS NAZARENO ''EL ABUELO''

Otra leyenda muy arraigada a la ciudad tiene que ver con la excelente talla de ''El Abuelo'', el Nazareno que tanta devoción tiene en Jaén.
Cuenta la leyenda que un abuelo pasó por una posada y en la puerta vio un tronco de olivo. Al verlo le dijo a los dueños que de ahí saldría un buena nazareno.

Ante el comentario del anciano los posaderos le preguntaron que si podría hacerlo y éste asintió. Le pidió que le dejasen el tronco en una habitación solitaria sin ruidos y que no le dejasen herramientas, porque no las necesitaba.

 Los posaderos aceptaron tan simple petición y dejaron al abuelo a solas con el tronco. Pasó un rato pero no se escuchaba ningún ruido. Los dueños de la posada tocaron a la puerto del anciano pero al no tener respuesta alguna decidieron entrar al entrar se encontraron con la hermosa talla del Nazareno. De ahí viene el nombre de ''El Abuelo''.


EL LAGARTO DE LA MAGDALENA


Leyenda nº 4

 EL LAGARTO DE LA MAGDALENA

En Jaén, en el antiguo barrio de la Magdalena, frente a la iglesia, existe un manantial que antiguamente daba un chorro de agua del mismo grosor que el cuerpo de un buey. Este manantial era tan famoso que mucha gente acudía para verlo, incluso de lugares lejanos. Es tradición que en el manantial de la Magdalena tenía su guarida un reptil gigantesco, el lagarto de la Magdalena.
El lagarto de la Magdalena era tan voraz que no sólo devoraba a todo incauto que se acercara a la fuente, sino que salía a los caminos y destrozaba los rebaños.
Un día en que los habitantes de Jaén estaban desesperados y no sabían qué hacer para escapar del monstruo, un condenado a muerte que esperaba el cumplimiento de la sentencia se ofreció a enfrentarse con el lagarto si, a cambio, le perdonaban la vida.
 
 
 
 
 
 
 
 

Las autoridades accedieron y el preso solicitó un caballo, un cordero y un haz de yesca. Pertrechado con estos elementos, el condenado se acercó al manantial y cuando el lagarto se lanzó contra él, picó espuelas y se alejó a galope perseguido por el saurio. En la huida le arrojó lo que parecía un cordero ensangrentado, que el monstruo tragó de un solo bocado. En realidad era la piel del cordero rellena de yesca encendida.
 
 
 
 

La combustión de la yesca abrasó las entrañas del animal, que estalló con un estampido formidable. De aquí procede la maldición: «Así revientes como el lagarto de Jaén», o «como el lagarto de la Malena».
 
 
 
 

Hasta hace poco tiempo, la piel del lagarto se exhibía desplegada en un muro de la iglesia de San Ildefonso, de Jaén. La leyenda del lagarto gigante se recoge también, con algunas variaciones, en Córdoba, en Sevilla, en Navas del Marqués, en Valencia y en otros lugares de España para explicar por qué en ciertas iglesias y catedrales se exponen pieles de lagartos gigantescos rellenas de paja. En realidad pertenecen a caimanes americanos que los conquistadores enviaban a sus pueblos de origen como curiosidad. 
 
Algunas acabaron colgadas en las iglesias para representar simbólicamente el silencio con el que se debe conducir el creyente en el templo. Se supone que el cocodrilo es el único animal que no está dotado de sonido característico alguno. Esto no es cierto, pero antiguamente así lo creían.





EL DUENDE DE MOLINO DEL CUBO


Leyenda nº 6

EL DUENDE DE MOLINO DEL CUBO.

Donde confluyen los términos de Jamilena, Martos y Torredonjimeno existe un paraje medroso y sombrío en cuya hondonada se emplaza un antiguo molino arruinado. 
El silencio de esos pagos sólo lo rompe el murmullo de las aguas cuando el arroyo se acaudala con las lluvias y el rumor del viento tañe su melodía en el ramaje de la alameda, sonidos a los que de vez en cuando se le acopla el ulular de algún mochuelo en su olivo. 

Se cuenta que las mujeres que venían desde el pueblo y los cortijos a lavar al arroyo del Cubo eran apedreadas por el duende que se paseaba por sus inmediaciones.
El molino del Cubo fue en su día una aceña que, en la edad de las luchas fronterizas, los caballeros calatravos fortificaron, robusteciendo sus muros y abriéndole en sus paredes saeteras. El molino del Cubo se erigió a la vera de un arroyo que nace en la Sierra de la Grana, del que a lo largo de los siglos se aprovecharon sus caudalosas aguas para la molienda del grano. Con el tiempo el molino se quedó sin molineros, y guirnaldas de frondosa hiedra cubrieron su paredón norte. 

La incuria y la ruina hicieron su trono en el viejo edificio, pero -afirman nuestros mayores- que al molino no le faltan moradores, y entre ellos hay un caballero enlutado que andorrea el paraje mendigando conversación.
A éste son muchos los que aseveran habérselo encontrado.

Como es el caso de cierto peón que un buen día laboraba en el cotarro del barranco, frente al ergástulo derruido. Dejó la azada para hacer una pausa a su faena, y echar un bocado. Cogió el hombre su talega que la había colgado de una rama, sacó su fiambrera y el pan, y la cantimplora que la puso a la mano. Despatarrado, con la pitanza entre sus piernas, se dispuso el buen hombre a practicar un orificio en el bollo, sobre el que escanció el aceite de su alcuza. De vez en cuando, a un bocado de pan pringoso de aceite, el campesino cortaba con su cuchillejo rebanadas de chorizo.

Disfrutaba el hombre con su yantar, cuando en esas que llegó un extraño, vestido de levita, con cara pálida y los ojos desorbitados.
-¡Buenas tardes nos dé Dios! -dijo el labriego.
-Buenas sean. -le contestó el extraño.
Ambos trabaron conversación, sobre el campo, sobre las lluvias y trivialidades varias. Después de un rato de conversa, cuando el buen almorzador reparó en que no había invitado a su nuevo y extraño amigo a comer, le dijo, arrimándole la fiambrera:
-¿Gusta usted? ¿Quiere echar un bocado conmigo, amigo?
-¡Ah! -suspiró el de la levita- ¡Comer! No me echo a la boca un trozo de pan hace cientos de años.

El rústico se le quedó mirando, creyendo que el aserto del invitado era una hipérbole. Fue a echarse un bocado y cuando levantó la cabeza, el hombre de la levita se había desvanecido con el mayor de los sigilos, sin siquiera despedirse con un "¡Quede usted con Dios!" ni tampoco habérsele oído decir esta boca es mía. Se levantó el hombre y por mucho que miró no pudo ver a su melancólico acompañante.

A éste fantasma de la levita que, según sus propias declaraciones, gastaba hambre centenaria se le volvería a avistar en otra ocasión, esta vez por un zagal. El rapaz había ido a cazar furtivamente, cuando columbró a lo lejos a un melancólico personaje que vagaba por el campo, lustrosamente vestido, con su levita negra y un sombrero grande, muy grande, de dimensiones anormales que llamó poderosamente la atención del zagal. El cazador se dio a la fuga, pensando que podría tratarse del fantasma que vagaba por aquellos lares.

Otro de los encantados personajes que moran en el Molino, y se pasea por los vericuetos de la barranquera es el famoso duende, que no hay que confundirlo con el de la levita. Es un chiquitín verde, con cara envejecida, que a veces sale de su ignoto escondrijo y salta sobre las breñas.
Me contó mi viejo vecino, Cosme "El Triguero", que una mañana, muy de temprano, un vecino se fue a cobrar las presas que le hubieran deparado las trampas que había puesto hacía unos días en aquellos pagos.

"¿Pero adónde vas a estas horas, con lo que ha llovido esta noche?" -le dijo su mujer.
"Al Molino del Cubo, a ver si ha habido suerte y me traigo algunos pajarillos".

Llegado al Molino, el trampero fuese buscando sus trofeos. Podía sentir las suelas de sus botas hundirse en el peguntoso fiemo de la orilla del arroyuelo. Al pie de un álamo se agachó, pues justo allí había puesto una liga. Estaba de suerte, había cazado un zorzal. En cuclillas se entretenía el hombre en desprender su presa, cuando alguien que le vino por la espalda, le saludó afablemente.
-Buenos días, buen hombre.
El hombre contestó al saludo. 
Sin levantarse y ni siquiera mirarse las caras entablaron una conversación amistosa sobre la noche de agua que había caído. El hombre miró a sus espaldas, pero no vio los zapatos de su interlocutor. Una vez recabada la trampa e insaculado el zorzal en su saco, el paisano, confianzudamente, se dio la vuelta, pero sus ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. Frente a él tenía a una criatura de otro mundo que levitaba sobre el barrizal a unos palmos, el duende iba calzado con lustrosos zuecos y se tocaba la cabecilla con un cucurucho. El humilde cazador, amedrentado, echó a correr despavorido, corrió y corrió en su carrera, tantas veces mirando a sus espaldas por ver si le venía a la zaga aquel personaje, hasta que llegó al pueblo sin resuello.

Días después el cristiano finaba sus días, y cuantos me contaron el suceso coinciden en afirmar que la razón de su muerte se debió a la impresión que le causó aquel encuentro con el cabiro.
También se cuenta que un padre y su hijo que paseaban por aquellos andurriales, tuvieron un encuentro con el duende. Pero a estos no les espantó su aspecto, todo lo contrario, charlaron con él hasta que el duende le dijo al padre: "Si quieres ser feliz, ven detrás de mí".

 El hombre pensó que el duende lo conduciría a la cueva del tesoro que dicen que guarda el duendecillo, y marchó tras él con su hijo de la mano. Anduvieron largo trecho remontando el cauce del arroyuelo, en dirección a la Sierra de la Grana. Sortearon zarzas y saltaron las peñas... Hasta que el hombre, después de mucho rato de caminar, se detuvo y le dijo al duende muy contrariado:
-Pero, ¿a dónde nos quieres llevar?
-Si quieres ser feliz, ven detrás de mí. -repetía el duendecillo, con una sonrisa picaruela.
El hombre, enojado por la larga marcha, se fatigó tanto que le espetó a bocajarro al duende que se fuese a freír monas, pues ya estaba harto de andar. El duendecillo verde se enrabiscó, se metió hasta sus cejas el gorro, y desapareció tras él.
A mediados del siglo XX cundió por Torredonjimeno una noticia que causó furor: un hombre, andorreando los parajes del Molino, se había encontrado un zueco de madera. La peculiaridad del hallazgo consistía en la pequeñísima talla, imposible de acoger el pie humano más pequeño de un crío. Podría tratarse de un juguete, pero el santo zueco presentaba todos los indicios de haber sido usado pedestremente, que por el roce estaba muy gastado como se podía advertir. Era de suponer que el susodicho zueco hubiera sido empleado en muchas caminatas por aquellas barranqueras, antes de perdérsele a su incógnito dueño. 

Muy pronto se atribuyó al vestuario de nuestro duende aquel diminuto zueco. Y todavía hay personas vivas en la localidad, aunque no quieren que se les hable del asunto, que aseguran haber visto este calzado. Nadie sabe decir en qué casa se embauló aquel hallazgo, perdiéndosele la pista por última vez.
El edificio del Molino es de varios pisos, y conserva vestigios de su imponente planta primitiva. También se pueden localizar marcas de cantería en sus sillares, exhibiendo ojivas tardas góticas y blasonando su fachada con una lápida fundacional, en la cual se hallan inscritos caracteres góticos difíciles de descifrar por el desgaste del tiempo.
Leyendas más recientes hablan también de un niño (nadie dice que sea verde), triste y tímido, que se pasea por las cercanías del molino, escurriéndose de las miradas de los mortales. De vez en cuando parece que le da por gastar bromas, así nos lo pinta Juan Eslava Galán.
Pero si preguntáis por el duende del Molino del Cubo a uno de esos escépticos impenitentes que en el mundo son, de seguro que os dirá que todo lo que se cuenta del presunto duende, lo hacían cundir los estraperlistas, pues allí, lejos del pueblo, en el despoblado, solían hacer sus trapicheos. Cuidándose de la seguridad de sus negocios ilegales, concluyen los incrédulos, los contrabandistas y estraperlistas propalaron esas historias.


EL PRODIGIO DE LUCÍA, LA CAUTIVA DE SANTIAGO DE CALATRAVA


Leyenda nº 7
EL PRODIGIO DE LUCÍA, LA CAUTIVA DE SANTIAGO DE CALATRAVA
Antigua leyenda tradicional de Santiago de Calatrava (Jaén), siguiendo la noticia que de ella nos da el tosiriano P. Fray Juan Lendínez
Siendo Rey de Castilla Enrique IV, la morisma de Granada hizo varias incursiones sobre el territorio del Santo Reino de Jaén, talando los campos y desolando los pueblos a sangre y fuego con mucho daño de personas y haciendas. Las correrías de los infieles flagelaban los poblados, incordiaban a sus moradores y amenazaban las murallas cristianas de la frontera. En una de ellas los moros hicieron presa de gran multitud de cristianos, llevándolos consigo a Granada, como mercancía para esclavitud. En la cuerda de cautivos iba Lucía, una hermosa cristiana de larga cabellera rubia y ojos azules. Vivía Lucía, hasta la fatídica hora de su apresamiento, en el pueblo de Santiago de Calatrava, en la Encomienda de la Peña de Martos.

Llegado el botín humano a Granada, el contingente de cristianos fue vendido en subasta pública. Los moros ricos, no menos lascivos que los pobres, pujaron por Lucía en el mercado y un moro potentado la obtuvo en la subasta. Los primeros días, el moro dio cumplida satisfacción a sus lujuriosos caprichos con la nueva esclava, convirtiéndose en la preferida de entre toda su servidumbre femenina. Un día el amo volvió del mercado con otra adquisición. Lucía fue relegada ante la novedad, y el moro la condujo a su serrallo, donde hilaban sus mujeres. La beldad desdeñada, al ser cristiana y esclava, pronto padeció los malos tratos de las concubinas del moro, pasando de la tiranía de su antojadizo amante a la tiranía de un serrallo de mujeres resentidas.

Lucía se vio obligada a sufrir las más grandes humillaciones, pero siempre las bendijo por tal de escapar de la aberrante afición de su dueño. La cristiana y hermosa muchacha ofrecía a Dios sus penas y pesadumbre, sus trabajos y sus días de enojoso cautiverio. Añoraba su patria y su familia, sus ancianos padres y sus fornidos hermanos y la iglesia de su pueblo, donde iba a rezar con sus amigas a la Virgen de la Estrella.

Los días pasaban, entre la postergación de su señor, que ya no la solicitaba por darse a sus torpes placeres con sus nuevos juguetes, y los tormentos que le infligían sus compañeras de harén, que por ser todas mahometanas la maltrataban con mofa. Lucía sospechó, por los síntomas que advirtió en sí, que los tratos carnales a los que su señor les había obligado habían fecundado sus entrañas. Lo que al principio fue un temor que no pudo confesar a nadie por carecer de una amiga confidente, pronto saltó a la vista. En el color de la cara se lo notaron las pérfidas concubinas del serrallo, pero contra toda previsión, en lugar de arreciar con sus infamias a la que decían "perra cristiana", dejaron de castigarla con vejaciones en consideración a su preñez, pues también las moras eran mujeres. Lucía empezó a aliviarse del yugo al que había estado uncida; no obstante, seguía atendiendo las hazañas más viles del gineceo, y sin quejarse ni maldecir su suerte, aceptó con resignación el hijo que jamás deseó de aquel libidinoso moro, aunque empezó a angustiarse por no hallar en la triste y estrecha situación en la que estaba, allá en tierra de infieles, condiciones para bautizar en la fe de Cristo al hijo que llevaba en sus entrañas.

Comprendió de inmediato que el ser que crecía en su seno, que no era fruto del amor, era un ser inocente, concebido en su seno por no sabía qué inescrutable designio del Altísimo. Pero lo que desconsolaba a Lucía no era el embarazo sino la falta de ocasión en que cristianar al ser que había de parir y el absoluto desamparo para adoctrinar en la fe de Jesucristo Nuestro Señor a la criatura en tan apretadas condiciones, lejos de su patria cristiana.
Lloraba la desvalida cristiana las calamitosas circunstancias en las que vendría a nacer su hijo, sin hechuras de poder ser salvo en la fe de Dios. Su desconsuelo crecía conforme se acercaba a la hora de su parto, que veía próximo al correr de los meses. Y apenada, la cristiana se volvía a Nuestra Señora de la Estrella, a la Virgen Madre del Cielo, rogándole le hiciera ver la luz en las tinieblas en las que estaba. Lucía, entre suspiros y clamores, deprecaba a la Reina de los Cielos, rogaba que la asistiera en la hora de su parto y le diera remedio al apuro que preveía, calamitosa añadidura a las tribulaciones, amargas como acíbar, de su sojuzgamiento y servidumbre.

Parió felizmente la bella cristiana un niño sano. Y una noche en la que todavía convalecía del parto, yaciendo en su pobre lecho, Lucía se adormeció, y soñó que con el hijo recién nacido en sus brazos, la misma María Santísima la tomó de la mano y la introdujo en el templo de su pueblo, allá en el lejano y añorado Santiago de Calatrava; la bella Señora invitó a Lucía a ofrecer su retoño ante el Altar; y en esas, apareció Jesucristo, ataviado con túnica talar y con los atributos de Sumo Sacerdote; bautizó al niño, sacándolo de la pila bautismal la Reina de los Ángeles, la Santísima Virgen María que hizo las veces de madrina, poniéndole al bautizando el nombre de Mariano. Lucía, sobrecogida y dichosa, se confortaba así en el sueño, pero no paró ahí la cosa y en prueba de ser verdadero cuanto sucedió en el sueño, la joven madre despertó, con su hijo en los brazos, en la planta del templo de Santiago de Calatrava, quién sabe si por ángeles transportados junto a su hijo en el asombros.

Desde aquel venturoso día, Lucía vivió hasta su muerte en Santiago de Calatrava, en compañía de sus padres que criaron al vástago de su hija con sumo cuidado, y en la fe de Cristo tal y como Lucía había implorado a la Señora del Cielo. La bella cristiana jamás se casó, muriendo muy anciana en su pueblo natal y viendo cómo el pequeño Mariano llevó una vida de santidad.
Eso cuenta Fray Juan Lendínez, y esa es la leyenda que todavía en el siglo XVIII antiguas tradiciones orales habían conservado. El tiempo pasó, y se hubiera perdido la memoria de este suceso milagroso de no ser por la pluma del seráfico tosiriano Juan Lendínez, que trasladó fielmente a la escritura esta leyenda oral.






CUEVA DE TILIN TILAN


Leyenda nº 8

CUEVA DE TILIN TILAN   (Fuensanta de Martos)

Como todos los días, el pastor se dirigió con su ganado al monte al que acudía habitualmente para darle de pastar. Hacia un día radiante y se veían numerosos pajarillos revoloteando entre las flores. 
Al pastor todo esto no le era ajeno, disfrutaba sintiéndose libre en campo, y sabiéndose conocedor de la naturaleza con la que había estado en contacto desde muy pequeño. Para el, su vida era el rebaño y el monte al que acudía todos los días sin falta.Había transcurrido el día sin contratiempos y se sentía feliz de la labor cumplida, ya tan solo le restaba contar su ganado antes de regresar al pueblo. Tras contarlo varias veces al notar la falta de una de sus ovejas, vio que efectivamente no se había equivocado al contar, y que una de ellas se había extraviado. Sin pensarlo dos veces, se puso rápidamente a buscarla.
Después de haber recorrido infructuosamente casi todas las sierras, y cuando ya había perdido toda esperanza, pudo percibir el sonido de un cencerro.
Descendió una pequeña rampa que conducía hacia su interior, y esperó un momento sin moverse hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Pasados unos segundos volvió a oír el sonido, y dirigiendo su mirada hacia el lugar del que provenía distinguió una pequeña figura blanca, efectivamente se trataba de una oveja que había quedado atrapada en el interior de la cueva. De esta forma casual fue como tuvo lugar el descubrimiento de esta cueva, y en honor al sonido del cencerro se le bautizó con el nombre de Tilín Tilan”.



LA TRAGANTÍA


Leyenda nº 9

La Tragantía (Cazorla, Jaén)

 Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron los angostos puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los cristianos.


Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.

Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.

El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.

Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.

Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres canciones a las eras.

En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa del suelo.

Las tiniebla del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia cada vez que creía escuchar un ruido.

A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que sostenían el techo.

Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz:

Yo soy la Tragantía
hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.

Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.

En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.

Escrita por Juan Eslava Galán