viernes, 15 de febrero de 2013

EL PRODIGIO DE LUCÍA, LA CAUTIVA DE SANTIAGO DE CALATRAVA


Leyenda nº 7
EL PRODIGIO DE LUCÍA, LA CAUTIVA DE SANTIAGO DE CALATRAVA
Antigua leyenda tradicional de Santiago de Calatrava (Jaén), siguiendo la noticia que de ella nos da el tosiriano P. Fray Juan Lendínez
Siendo Rey de Castilla Enrique IV, la morisma de Granada hizo varias incursiones sobre el territorio del Santo Reino de Jaén, talando los campos y desolando los pueblos a sangre y fuego con mucho daño de personas y haciendas. Las correrías de los infieles flagelaban los poblados, incordiaban a sus moradores y amenazaban las murallas cristianas de la frontera. En una de ellas los moros hicieron presa de gran multitud de cristianos, llevándolos consigo a Granada, como mercancía para esclavitud. En la cuerda de cautivos iba Lucía, una hermosa cristiana de larga cabellera rubia y ojos azules. Vivía Lucía, hasta la fatídica hora de su apresamiento, en el pueblo de Santiago de Calatrava, en la Encomienda de la Peña de Martos.

Llegado el botín humano a Granada, el contingente de cristianos fue vendido en subasta pública. Los moros ricos, no menos lascivos que los pobres, pujaron por Lucía en el mercado y un moro potentado la obtuvo en la subasta. Los primeros días, el moro dio cumplida satisfacción a sus lujuriosos caprichos con la nueva esclava, convirtiéndose en la preferida de entre toda su servidumbre femenina. Un día el amo volvió del mercado con otra adquisición. Lucía fue relegada ante la novedad, y el moro la condujo a su serrallo, donde hilaban sus mujeres. La beldad desdeñada, al ser cristiana y esclava, pronto padeció los malos tratos de las concubinas del moro, pasando de la tiranía de su antojadizo amante a la tiranía de un serrallo de mujeres resentidas.

Lucía se vio obligada a sufrir las más grandes humillaciones, pero siempre las bendijo por tal de escapar de la aberrante afición de su dueño. La cristiana y hermosa muchacha ofrecía a Dios sus penas y pesadumbre, sus trabajos y sus días de enojoso cautiverio. Añoraba su patria y su familia, sus ancianos padres y sus fornidos hermanos y la iglesia de su pueblo, donde iba a rezar con sus amigas a la Virgen de la Estrella.

Los días pasaban, entre la postergación de su señor, que ya no la solicitaba por darse a sus torpes placeres con sus nuevos juguetes, y los tormentos que le infligían sus compañeras de harén, que por ser todas mahometanas la maltrataban con mofa. Lucía sospechó, por los síntomas que advirtió en sí, que los tratos carnales a los que su señor les había obligado habían fecundado sus entrañas. Lo que al principio fue un temor que no pudo confesar a nadie por carecer de una amiga confidente, pronto saltó a la vista. En el color de la cara se lo notaron las pérfidas concubinas del serrallo, pero contra toda previsión, en lugar de arreciar con sus infamias a la que decían "perra cristiana", dejaron de castigarla con vejaciones en consideración a su preñez, pues también las moras eran mujeres. Lucía empezó a aliviarse del yugo al que había estado uncida; no obstante, seguía atendiendo las hazañas más viles del gineceo, y sin quejarse ni maldecir su suerte, aceptó con resignación el hijo que jamás deseó de aquel libidinoso moro, aunque empezó a angustiarse por no hallar en la triste y estrecha situación en la que estaba, allá en tierra de infieles, condiciones para bautizar en la fe de Cristo al hijo que llevaba en sus entrañas.

Comprendió de inmediato que el ser que crecía en su seno, que no era fruto del amor, era un ser inocente, concebido en su seno por no sabía qué inescrutable designio del Altísimo. Pero lo que desconsolaba a Lucía no era el embarazo sino la falta de ocasión en que cristianar al ser que había de parir y el absoluto desamparo para adoctrinar en la fe de Jesucristo Nuestro Señor a la criatura en tan apretadas condiciones, lejos de su patria cristiana.
Lloraba la desvalida cristiana las calamitosas circunstancias en las que vendría a nacer su hijo, sin hechuras de poder ser salvo en la fe de Dios. Su desconsuelo crecía conforme se acercaba a la hora de su parto, que veía próximo al correr de los meses. Y apenada, la cristiana se volvía a Nuestra Señora de la Estrella, a la Virgen Madre del Cielo, rogándole le hiciera ver la luz en las tinieblas en las que estaba. Lucía, entre suspiros y clamores, deprecaba a la Reina de los Cielos, rogaba que la asistiera en la hora de su parto y le diera remedio al apuro que preveía, calamitosa añadidura a las tribulaciones, amargas como acíbar, de su sojuzgamiento y servidumbre.

Parió felizmente la bella cristiana un niño sano. Y una noche en la que todavía convalecía del parto, yaciendo en su pobre lecho, Lucía se adormeció, y soñó que con el hijo recién nacido en sus brazos, la misma María Santísima la tomó de la mano y la introdujo en el templo de su pueblo, allá en el lejano y añorado Santiago de Calatrava; la bella Señora invitó a Lucía a ofrecer su retoño ante el Altar; y en esas, apareció Jesucristo, ataviado con túnica talar y con los atributos de Sumo Sacerdote; bautizó al niño, sacándolo de la pila bautismal la Reina de los Ángeles, la Santísima Virgen María que hizo las veces de madrina, poniéndole al bautizando el nombre de Mariano. Lucía, sobrecogida y dichosa, se confortaba así en el sueño, pero no paró ahí la cosa y en prueba de ser verdadero cuanto sucedió en el sueño, la joven madre despertó, con su hijo en los brazos, en la planta del templo de Santiago de Calatrava, quién sabe si por ángeles transportados junto a su hijo en el asombros.

Desde aquel venturoso día, Lucía vivió hasta su muerte en Santiago de Calatrava, en compañía de sus padres que criaron al vástago de su hija con sumo cuidado, y en la fe de Cristo tal y como Lucía había implorado a la Señora del Cielo. La bella cristiana jamás se casó, muriendo muy anciana en su pueblo natal y viendo cómo el pequeño Mariano llevó una vida de santidad.
Eso cuenta Fray Juan Lendínez, y esa es la leyenda que todavía en el siglo XVIII antiguas tradiciones orales habían conservado. El tiempo pasó, y se hubiera perdido la memoria de este suceso milagroso de no ser por la pluma del seráfico tosiriano Juan Lendínez, que trasladó fielmente a la escritura esta leyenda oral.