Leyenda nº 6
EL DUENDE DE MOLINO DEL CUBO.
Donde confluyen los términos de Jamilena, Martos y Torredonjimeno
existe un paraje medroso y sombrío en cuya hondonada se emplaza un antiguo
molino arruinado.
El silencio de esos pagos sólo lo rompe el murmullo de las aguas
cuando el arroyo se acaudala con las lluvias y el rumor del viento tañe su
melodía en el ramaje de la alameda, sonidos a los que de vez en cuando se le
acopla el ulular de algún mochuelo en su olivo.
Se cuenta que las mujeres que
venían desde el pueblo y los cortijos a lavar al arroyo del Cubo eran
apedreadas por el duende que se paseaba por sus inmediaciones.
El molino del Cubo fue en su día una aceña que, en la edad de las
luchas fronterizas, los caballeros calatravos fortificaron, robusteciendo sus
muros y abriéndole en sus paredes saeteras. El molino del Cubo se erigió a la
vera de un arroyo que nace en la
Sierra de la
Grana , del que a lo largo de los siglos se aprovecharon sus
caudalosas aguas para la molienda del grano. Con el tiempo el molino se quedó
sin molineros, y guirnaldas de frondosa hiedra cubrieron su paredón norte.
La
incuria y la ruina hicieron su trono en el viejo edificio, pero -afirman
nuestros mayores- que al molino no le faltan moradores, y entre ellos hay un
caballero enlutado que andorrea el paraje mendigando conversación.
A éste son muchos los que aseveran habérselo encontrado.
Como es el caso de cierto peón que un buen día laboraba en el
cotarro del barranco, frente al ergástulo derruido. Dejó la azada para hacer
una pausa a su faena, y echar un bocado. Cogió el hombre su talega que la había
colgado de una rama, sacó su fiambrera y el pan, y la cantimplora que la puso a
la mano. Despatarrado, con la pitanza entre sus piernas, se dispuso el buen
hombre a practicar un orificio en el bollo, sobre el que escanció el aceite de
su alcuza. De vez en cuando, a un bocado de pan pringoso de aceite, el
campesino cortaba con su cuchillejo rebanadas de chorizo.
Disfrutaba el hombre con su yantar, cuando en esas que llegó un
extraño, vestido de levita, con cara pálida y los ojos desorbitados.
-¡Buenas tardes nos dé Dios! -dijo el labriego.
-Buenas sean. -le contestó el extraño.
Ambos trabaron conversación, sobre el campo, sobre las lluvias y
trivialidades varias. Después de un rato de conversa, cuando el buen almorzador
reparó en que no había invitado a su nuevo y extraño amigo a comer, le dijo,
arrimándole la fiambrera:
-¿Gusta usted? ¿Quiere echar un bocado conmigo, amigo?
-¡Ah! -suspiró el de la levita- ¡Comer! No me echo a la boca un
trozo de pan hace cientos de años.
El rústico se le quedó mirando, creyendo que el aserto del
invitado era una hipérbole. Fue a echarse un bocado y cuando levantó la cabeza,
el hombre de la levita se había desvanecido con el mayor de los sigilos, sin
siquiera despedirse con un "¡Quede usted con Dios!" ni tampoco
habérsele oído decir esta boca es mía. Se levantó el hombre y por mucho que
miró no pudo ver a su melancólico acompañante.
A éste fantasma de la levita que, según sus propias declaraciones,
gastaba hambre centenaria se le volvería a avistar en otra ocasión, esta vez
por un zagal. El rapaz había ido a cazar furtivamente, cuando columbró a lo
lejos a un melancólico personaje que vagaba por el campo, lustrosamente
vestido, con su levita negra y un sombrero grande, muy grande, de dimensiones
anormales que llamó poderosamente la atención del zagal. El cazador se dio a la
fuga, pensando que podría tratarse del fantasma que vagaba por aquellos lares.
Otro de los encantados personajes que moran en el Molino, y se pasea
por los vericuetos de la barranquera es el famoso duende, que no hay que
confundirlo con el de la levita. Es un chiquitín verde, con cara envejecida,
que a veces sale de su ignoto escondrijo y salta sobre las breñas.
Me contó mi viejo vecino, Cosme "El Triguero", que una
mañana, muy de temprano, un vecino se fue a cobrar las presas que le hubieran
deparado las trampas que había puesto hacía unos días en aquellos pagos.
"¿Pero adónde vas a estas horas, con lo que ha llovido esta
noche?" -le dijo su mujer.
"Al Molino del Cubo, a ver si ha habido suerte y me traigo
algunos pajarillos".
Llegado al Molino, el trampero fuese buscando sus trofeos. Podía
sentir las suelas de sus botas hundirse en el peguntoso fiemo de la orilla del
arroyuelo. Al pie de un álamo se agachó, pues justo allí había puesto una liga.
Estaba de suerte, había cazado un zorzal. En cuclillas se entretenía el hombre
en desprender su presa, cuando alguien que le vino por la espalda, le saludó
afablemente.
-Buenos días, buen hombre.
El hombre contestó al saludo.
Sin levantarse y ni siquiera mirarse
las caras entablaron una conversación amistosa sobre la noche de agua que había
caído. El hombre miró a sus espaldas, pero no vio los zapatos de su
interlocutor. Una vez recabada la trampa e insaculado el zorzal en su saco, el
paisano, confianzudamente, se dio la vuelta, pero sus ojos no dieron crédito a
lo que estaban viendo. Frente a él tenía a una criatura de otro mundo que
levitaba sobre el barrizal a unos palmos, el duende iba calzado con lustrosos
zuecos y se tocaba la cabecilla con un cucurucho. El humilde cazador, amedrentado,
echó a correr despavorido, corrió y corrió en su carrera, tantas veces mirando
a sus espaldas por ver si le venía a la zaga aquel personaje, hasta que llegó
al pueblo sin resuello.
Días después el cristiano finaba sus días, y cuantos me contaron
el suceso coinciden en afirmar que la razón de su muerte se debió a la
impresión que le causó aquel encuentro con el cabiro.
También se cuenta que un padre y su hijo que paseaban por aquellos
andurriales, tuvieron un encuentro con el duende. Pero a estos no les espantó
su aspecto, todo lo contrario, charlaron con él hasta que el duende le dijo al
padre: "Si quieres ser feliz, ven detrás de mí".
El hombre pensó que
el duende lo conduciría a la cueva del tesoro que dicen que guarda el
duendecillo, y marchó tras él con su hijo de la mano. Anduvieron largo trecho
remontando el cauce del arroyuelo, en dirección a la Sierra de la Grana. Sortearon
zarzas y saltaron las peñas... Hasta que el hombre, después de mucho rato de
caminar, se detuvo y le dijo al duende muy contrariado:
-Pero, ¿a dónde nos quieres llevar?
-Si quieres ser feliz, ven detrás de mí. -repetía el duendecillo,
con una sonrisa picaruela.
El hombre, enojado por la larga marcha, se fatigó tanto que le
espetó a bocajarro al duende que se fuese a freír monas, pues ya estaba harto
de andar. El duendecillo verde se enrabiscó, se metió hasta sus cejas el gorro,
y desapareció tras él.
A mediados del siglo XX cundió por Torredonjimeno una noticia que
causó furor: un hombre, andorreando los parajes del Molino, se había encontrado
un zueco de madera. La peculiaridad del hallazgo consistía en la pequeñísima
talla, imposible de acoger el pie humano más pequeño de un crío. Podría
tratarse de un juguete, pero el santo zueco presentaba todos los indicios de
haber sido usado pedestremente, que por el roce estaba muy gastado como se
podía advertir. Era de suponer que el susodicho zueco hubiera sido empleado en
muchas caminatas por aquellas barranqueras, antes de perdérsele a su incógnito
dueño.
Muy pronto se atribuyó al vestuario de nuestro duende aquel diminuto
zueco. Y todavía hay personas vivas en la localidad, aunque no quieren que se
les hable del asunto, que aseguran haber visto este calzado. Nadie sabe decir
en qué casa se embauló aquel hallazgo, perdiéndosele la pista por última vez.
El edificio del Molino es de varios pisos, y conserva vestigios de
su imponente planta primitiva. También se pueden localizar marcas de cantería
en sus sillares, exhibiendo ojivas tardas góticas y blasonando su fachada con
una lápida fundacional, en la cual se hallan inscritos caracteres góticos
difíciles de descifrar por el desgaste del tiempo.
Leyendas más recientes hablan también de un niño (nadie dice que sea
verde), triste y tímido, que se pasea por las cercanías del molino,
escurriéndose de las miradas de los mortales. De vez en cuando parece que le da
por gastar bromas, así nos lo pinta Juan Eslava Galán.
Pero si preguntáis por el duende del Molino del Cubo a uno de esos
escépticos impenitentes que en el mundo son, de seguro que os dirá que todo lo
que se cuenta del presunto duende, lo hacían cundir los estraperlistas, pues
allí, lejos del pueblo, en el despoblado, solían hacer sus trapicheos.
Cuidándose de la seguridad de sus negocios ilegales, concluyen los incrédulos,
los contrabandistas y estraperlistas propalaron esas historias.